Conducía por una carretera a las afueras de la ciudad, sonaba su canción favorita, de vuelta a casa. De repente algo llamó su atención. Yacía en el suelo pidiéndo auxilio. Puso las luces de emergencia y bajó de su coche lo más rápido que pudo a socorrerla. Se encontraba tirada en el suelo, temblaba, su mirada estaba perdida y sus manos apretaban su pecho, justo encima del corazón. Ella notó su presencia y le miró de tal manera que no hizo falta mediar palabra. El conductor sacó su teléfono móvil y llamó al 112. Un pinchazo más y ella entró en pánico. Le cogió la mano, mientras él intentaba dar todas las indicaciones posibles para que los servicios de emergencia llegasen lo más rápido posible. Un apretón le fue suficiente para darse cuenta de que ella quería decirle algo. Y con una voz dominada por el pánico de la situación, le dijo que le buscase, que por favor preguntara por él y le dijera que le quería más que a nada en este mundo. Cayó rendida ante sus pies. Él palideció más que ella. [...]

[...] La familia se encontraba consternada ante esa cama de hospital. Todos la miraban. Ella de repente abrió los ojos, y se agobió un poco al ver a tanta gente observándola. Las abuelas, como abuelas que son, escondían las voces casi rotas. Los familiares acumulaban preocupaciones en el lagrimal y no sabían si amargas o dulces. Sólo un valiente se atrevió a romper aquel silencio tan perturbador:

- Tus últimas palabras... Tu último aliento... ¿Y es para decirle te quiero a una persona que ni conocemos? ¿Es que no te acordaste de tu familia? 

Ella se incorporó e intentó no mover mucho el brazo donde tenía cogida la vía. Todos esperaron sus palabras con tanta inquietud como la primera vez que lo hizo en su vida.

- Eran sus ojos los que veía en todo momento. Parecía que todo se iba a derrumbar, que la vida se me escapaba entre las manos y caía en picado. Y qué mejor, que dedicarle a él mi último epitafio.

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