Cada mañana, cuando despertaba, no pensaba en sus quehaceres. Era casi una rutina, pero no tan arraigada, ni siquiera se hacía pesada. Se vestía, y no lo hacía con sus mejores galas porque no las tenía, pero eso era lo de menos. Probaba suerte en el frigoríco, quizás esta mañana sí que habría algo que llevarse a la boca. Y si no, su alimento era otro. Y no era material.
Salía junto al frescor de la mañana, siempre apurado, con el tiempo rozándole los talones. Quería estar allí el primero. Nada más llegar tomaba asiento. Allí pasaba su día sentado en el frío suelo de una ciudad que también lo estaba. Congelada pero viva. Y sin hablar, sin ayudarse de carteles repletos de faltas de ortografía, sin extender sus manos agrietadas por el tiempo y curtidas por los daños, miraba al frente. Y su mirada se mantenía allí, fija, sostenida por los pasos de la gente, los gritos, las risas de los niños, el ruido de los coches...
Y de repente... Aparecía ella. Salía de su portal como cada mañana a trabajar. A él le cambiaba su forma de mirar, ese brillo y hasta el color si me apuras.
Ella cruzaba la calle.
Le miraba.
Cada mañana.
Su sueño.
Y, mientras él estaba expectante, esperándolo...
Ella lo hacía.
Como cada mañana.
Suspiraba tan fuerte que los sonidos mundanos dejaban de tener importancia.
Se quedaba allí, embobado. Pero con el fuerte pensamiento de que todo, absolutamente todo en ese momento había cobrado sentido.
Él era mendigo de sus sonrisas. Y nada le hacía más rico que eso.
Salía junto al frescor de la mañana, siempre apurado, con el tiempo rozándole los talones. Quería estar allí el primero. Nada más llegar tomaba asiento. Allí pasaba su día sentado en el frío suelo de una ciudad que también lo estaba. Congelada pero viva. Y sin hablar, sin ayudarse de carteles repletos de faltas de ortografía, sin extender sus manos agrietadas por el tiempo y curtidas por los daños, miraba al frente. Y su mirada se mantenía allí, fija, sostenida por los pasos de la gente, los gritos, las risas de los niños, el ruido de los coches...
Y de repente... Aparecía ella. Salía de su portal como cada mañana a trabajar. A él le cambiaba su forma de mirar, ese brillo y hasta el color si me apuras.
Ella cruzaba la calle.
Le miraba.
Cada mañana.
Su sueño.
Y, mientras él estaba expectante, esperándolo...
Ella lo hacía.
Como cada mañana.
Suspiraba tan fuerte que los sonidos mundanos dejaban de tener importancia.
Se quedaba allí, embobado. Pero con el fuerte pensamiento de que todo, absolutamente todo en ese momento había cobrado sentido.
Él era mendigo de sus sonrisas. Y nada le hacía más rico que eso.
Comentarios