A veces, una tiene que recorrer 1240 km para darse cuenta de que no todo es lo que parece. 
Que nada tiene por qué salir como planeamos. 
Que el caos también hay que abrazarlo. 
Que no soporto ir más de 5 horas seguidas en un tren sin varios libros. Ni el baño. 
Que es difícil hacer acogedor un lugar temporal. 
Que cuando algo me da mucho asco muevo mucho las manos. 
Y últimamente rara vez me pongo la ropa interior bien. 
Me encanta que dibujen una cara sonriente al lado de mi nombre en el vaso de café de Starbucks. 
Y que de todo el lugar, mi vaso sea el único que la tiene. 
Me encanta ver la cara de la gente que se acuerda de algo y sonríe como tonta. 
Me hacen sonreír a mi también. 
Me gusta colgarme la cámara analógica y recorrer calles estrechas. 
Adaptarme a cualquier imprevisto. 
La tradición de Sant Jordi.

La idea de disfrutarla alguna vez con alguien.
La moda de la ciudad. 
Me encanta el panot de flor. 
Que los guiris piensen que soy extranjera.

Sentarme en el balcón de la pensión y ver la gente pasar, mientras que la pareja gay del piso de enfrente entrelaza sus piernas en el sofá.
Me he dado cuenta de que cuando me enfado no me gusta andar. 
Y que no me gustan los tumultos. 
Ni los carteristas de las ramblas.
He aprendido a saborear la cerveza de otra manera. 

Que en la Sagrada Familia se respira paz. 
A echar de menos una infusión caliente antes de dormir. 
O mi baño. 
Me encanta que muchas mujeres estemos despertando. 
Que bailemos, abracemos y miremos a los ojos. 
Y que haya hombres que también quieran hacerlo. 
Y lo hagan.
Y se sienten junto a nosotras. 
Que hay personas de las que te acuerdas muy fuerte y otras tantas que ya no, 
y no pasa nada. 
Y todo está bien como está.

Porque todo lo que pasa, es perfecto.

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