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Un café solo,
bueno más bien a solas, por favor.
La mesa parece haberse quedado helada. Una ausencia, con
ganas de jugar, la recorre de punta a punta y por traviesa termina por caer al zapato
derecho de la camarera, con un salto casi perfecto.
Se dirige hacia la puerta y no tengo más remedio que ir en
su busca. Parece que su perfume me tiene totalmente presa. Pero me pierdo, y la
pierdo a ella. No sé bien si eso es bueno o malo, pero me afirmo sin dudarlo y
sigo con la tarea, ardua, pero a la vez intrigante.
Los pasos solitarios ya no caben en mi libreta; los gritos terminan
por romper las hojas. Los pájaros ahora parecen estar encadenados y no sé bien
a qué. Casi no dicen ni adiós, y se me quiebra la voz. Y no podía avivar la
llama, parpadeante, que parecía saborear esos escasos segundos de vida porque
se me quebraba la voz.
No sé qué hacía yo buscándola, si las ausencias… Ausencias
son. Y se fueron, sin decir adiós.
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