Madrid. Calle de Echegaray.

Corrían. Corrían tan felices y libres que parecía que sus almas eran posesión del viento, o quizás que les perseguía el mismísimo diablo. Se abrían paso entre el tumulto de gente de forma precipitada. Corrían mucho, pero no parecían perseguir nada ni tener un destino. Corrían por correr. O quizás era eso, se sentían verdaderamente libres.

La chica vestía una falda negra con topos rojos que al saltar dejaba al descubierto unas piernas preciosas, aún dejando a la imaginación trabajo por hacer. Ambos dieron a la vez un salto en el que pareció que tiempo, espacio y gravedad estaban de su lado. Por un momento todo pareció congelarse.
Él vestía una camisa blanca, un tanto desabotonada, que junto a su sombrero negro hacían el aire del barrio un poco más bohemio todavía.

A su paso, no podían esquivar a todos los transeúntes de la Calle de Echegaray. Algunos sonreían, los ancianos se paraban a maldecir a la juventud, que va como loca; otros se sentían enfadados, aunque seguro que escondían unas ganas terribles de sentir lo que ellos sentían. Y yo, embobada como siempre, bien inmersa en mi libreta, no dejaba de observar a esta pareja que repartía magia por el Barrio de las Letras.

Cuando pasaron por mi lado tuve que esquivarlos, y a diferencia de los demás, con una gran sonrisa. De repente, él paró en seco. Ella, que avanzó un par de metros más también lo hizo. Ella retrocedió unos cuantos pasos, él adelantó otros tantos. Cuando se sintieron cerca y se cogieron de las manos, sin apenas dejar de jadear intentando recuperar el aliento, ambos cerraron los ojos a la vez y se fundieron en un largo beso.
Después, ella le acarició el cuelo, él la besó en la frente. Se cogieron de la mano y comenzaron a andar. Tras unos cuantos pasos él la abrazó, y giraron a la derecha por la Calle de las Huertas dirección a la Calle de León.

Y allí me quedé yo, mirándo cómo se alejaban sin dejar de observar al resto de transeúntes que se encontraban descolocados, como si un huracán hubiera sacudido la calle. Algunos maldecían para sí, otros soñanaban, otros volvían a la realidad... Pero creo que sólo el chico que estaba apoyado en una pared fumándose un cigarrillo de liar y yo nos dimos cuenta de lo que hervía en sus ojos y palpitaba en sus corazones. Esa manera de mirarse, de tocarse, o de buscarse entre el tumulto de gente: se habían dicho Te amo por primera vez.

Una mirada cómplice me acercó a él. Él, sorprendido pero intentando disimular, dio una calada a su cigarro y tiró la ceniza dando un golpe en seco con el dedo índice, que fue a parar a uno de sus zapatos.

- ¿Tienes fuego?
- Sí, claro.
- Muchas gracias.

Sonreí y me fui. Era mejor intentar seguir el rastro de la magia que habían dejado esos amantes locos que acabar corriendo de su mano por las calles de Madrid.

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