Un sitio bohemio. Se respira magia.
Un señor calvo en la mesa de enfrente se dedica a tararear la canción que nos rodea mientras hace algunos apuntes y pequeñas pausas para dar un par de tragos a su cerveza sin alcohol.
En el sofá de al lado, unos amigos hablan. Es el segundo té de ambos, debe ser que hace mucho tiempo que no se ven.
A mi izquierda dos chicas hablan y al fondo... una pareja enamorada. ¿Por qué lo sé? Porque ella está con los codos apoyados en la mesa y sus manos sujetan delicadamente su cara. Incluso si me apuras, también sujetan su mirada dulce y brillante.
Otra pareja entra por la puerta, no hay sitio, se dirigen a la barra.
Doy el penúltimo trago de café. Está frío y me acuerdo de esa amiga a la que le dan escalofríos cuando el café se cansa de esperar caliente.
Y ella... Ella está en la mesa de la ventana. La mejor mesa. Mira por el cristal, aunque no puedo cerciorarme de que esté mirando a la calle. Quizás mira más allá. Incluso llego a pensar que no mira hacia afuera, sino hacia adentro. Es el lugar perfecto.
La puerta se abre, y con ella entran los últimos rayos de sol. Sonríe. Aparece su compañía y el letargo que iba poco a poco enraizando en el bar desaparece.
Mi último trago. Y escalofrío.
La camarera espera.

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